Sunday, June 12, 2005

El iconoclasta

¡Muera el mestizo! Con esta consigna pregonaremos el amanecer de un nuevo régimen, lanzando nuestro desafío hacia los parapetos de la última fortaleza de los ilusos. El mestizo, lejos de ser el primer retoño de una estirpe galáctica que aunaría todos los linajes, hoy no es más que un bulto desahuciado, inerme ante el escándalo de su propia fisionomía torcida. Apenas se dispone a emprender el viaje hacia su glorioso porvenir cuando su suerte lo traiciona. Sí, el mestizo —engendro desventurado— habrá de morir. ¿Aún le queda el coraje necesario para ser el autor de su propia desaparición, o tendrá que ser victimado?

En torno a este extraño híbrido, los poetas han pronunciado discursos exuberantes, mientras los filósofos han indagado en lo más oscuro de su alma buscando las causas de su desdicha. Se preguntan ¿cuál será su verdadero ser? Detrás de la máscara que encierra su celado secreto, algunos intuyen un continente grácil y otros una grotesca mueca. Pero se equivocan; ciertamente detrás del antifaz subsiste una superposición de ambas posibilidades, y de ninguna.

La definición del mestizo como tipo ideal del mexicano —y del latinoamericano mutatis mutandis— obedece en su momento al requerimiento de infundir en los pueblos la conciencia de integrar una etnia nacional. Los máximos arquitectos del nacionalismo mexicano del siglo pasado —Caso, Vasconcelos y Aguirre Beltrán— entendían que la creación de un estado moderno sería imposible sin un potente mito unificador. Sin lugar a duda la historia del nacionalismo, sobre todo en Europa, donde se origina, demuestra que la evolución del estado-nación se halla estrechamente vinculada con el desarrollo una fuerte conciencia de afinidad dentro de determinadas agrupaciones etnolingüísticas. Dentro de este proceso, cada agrupación llega a entenderse como una célula coherente, con atributos distintivos tanto en la forma de organización política como en la vida social y cultural. Este proceso se despliega de tal forma que se llega a considerar que las diferencias, ya tachadas de "nacionales", estriban en el orden ontológico.